DESPERTAR A TIEMPO
Romeo González Medrano
Una gran desilusión
es lo que se percibe en muchos mexicanos, sobre todo jóvenes, que casi con fe
religiosa creyeron en Andrés Manuel López Obrador. Les resulta inexplicable que el enorme capital
político representado en la simpatía alcanzada entre millones de electores,
aunado al respeto que le profesan o dicen profesarle no pocos de los dirigentes
del PRD y de otras organizaciones, el líder tabasqueño haya decidido utilizarlo
para convocar a la formación de otra nueva organización en lugar de dar la
batalla, en lugar de que la bandera externa de regeneración nacional, la
lanzara inteligentemente para propiciar la auto regeneración del instrumento, el Partido de la Revolución Democrática
del que fuera su fundador hace ya 23 años. Nada de esto ocurrió. AMLO no lo
consideró un objetivo posible de alcanzar o que valiera la pena. Igual como ocurre
en algunos matrimonios de los que se dice que desde hace tiempo la separación
era un hecho consumado y que si convivieron un poco más, fue “por pura
conveniencia recíproca”.
Para el análisis
político, la memoria histórica es fuente invaluable de consulta obligatoria y cualquiera
de los registros de esta, nos muestran a una izquierda mexicana en constante división;
fenómeno que disminuye en la adversidad o en la represión coyuntural y, en
cambio, se incrementa, cuando se trata de acceder al poder o tiene que compartir
la parte conquistada en las urnas. Este ha sido su péndulo. Por eso, para
quienes llegamos a participar en los orígenes de las izquierdas a partir de los
60´s, o sea antes de su legalización (con
la reforma de Jesús Reyes Heroles), la ruptura sin divorcio de AMLO no es
novedad sino la repetición cíclica de un fenómeno cuya esencia es parte de una
cultura política no precisamente democrática de la que formamos parte todos los
mexicanos.
Desde 1969 lo
vengo señalando cuando por más de dos años conviví con representantes de todas
las izquierdas en lo que fue el penal de Lecumerri hoy Archivo de la Nación: la
formación teórica, la ideología, la concepción filosófica, las creencias
religiosas, sólo son posibilidades de transformación personal, nunca sinónimo o
garantía que haga esencialmente diferentes a los seres humanos ni en lo
individual ni como integrantes de alguna
organización.
Ninguna ideología hace diferente a las
izquierdas ni a las derechas del resto de la sociedad, ni siquiera de aquellos
a quienes consideran sus adversarios. Ejemplo de fascistas, los hay y los ha
habido siempre, lo mismo de izquierda que de derecha. Es más, el carácter dogmático,
sectario, autoritario y antidemocrático que ha caracterizado la vida interna de
muchas de las organizaciones de izquierda, en gran medida es producto histórico
de la misma sociedad de la que emergen y consecuencia del régimen autoritario y
antidemocrático contra el que tantas veces se ha levantado.
Las virtuosas excepciones que por fortuna las hay –sería injusto no reconocerlas- sólo confirman la regla y ésta caracterización no es exclusiva de ningún partido ni organización social o política sino del grado de desarrollo político alcanzado por una sociedad. Al respecto, la expresión coloquial dice que en todas partes se cuecen habas por aquello de que las pasiones humanas se presentan hasta “en las mejores familias” o bien, que la ideología practica existe y casi siempre es muy diferente a la ideología teórica que profesan los miembros de una organización. Como decía Antonio Machado, “hay seres tan profundamente dividido, consigo mismos que creen lo contrario de lo que piensan”
La decisión tomada por AMLO revela una vez más
la precaria cultura de la tolerancia y coexistencia en la diversidad que tiene la
izquierda mexicana. Una direccionalidad opuesta a la apertura y empoderamiento
ciudadano en que apunta parte del contenido de la reciente reforma política. Es
más fácil cambiar de leyes que cambiar hábitos y patrones culturales. Pensar y
demandar democracia no es lo mismo que practicarla. Baste recordar la infinidad
de grupúsculos de izquierdas de todos los matices ideológicos ¨paridos¨
mediante rupturas de más de medio siglo. En cuanto al PRD, desde su primer
Congreso Nacional 1990 y a lo largo de todos los demás, registra una
trayectoria accidentada por el fraccionalismo interno que le ha dado
fuerza y, paradójicamente ha sido causas
de su debilidad.
¿Qué está en
el fondo del divorcio AMLO-PRD además de las prerrogativas presupuestales? Tal parece que la cualidad personal que más
fuerza le dio como candidato a la Presidencia de la República - el ego de la
dignidad individual vinculada su concepto de honestidad – al final, en la etapa
post electoral también fue lo que se tradujo en su máxima debilidad: la
necesidad de trascendencia histórica de su imagen, de su liderazgo personal y,
desde luego, la preservación de su capital político, por encima de la
responsabilidad de impulsar la transformación del PRD con miras a darle a México
un gran partido de izquierda, moderno, plural, democrático, muy superior al
atavismo que le han dado de su facciones. Una asignatura evadida que le
perseguirá como pecado original.
La separación
de López Obrador del PRD no significa nada nuevo sino lo mismo que hizo él con
el PRI y lo que han hecho todos los liderazgos unipersonales a lo largo de la
historia: construir capital político y luego separarse para crear su propio
instrumento. En su caso, el PRI desde su fundación (PNR 1929) logró superar la
mayor parte de su caudillismo para instituirse gracias fundamentalmente a la hegemonía
del poder del Presidente de la República en turno, regla no escrita de
subordinación en el que habría que
ubicar el análisis de otras categorías específicas y complementarias de este
partido como son las de la unidad, disciplina, elección de candidatos, reglas
no escritas, etc.
Ninguno de
los conyugues – AMLO-TRIBUS- como despectivamente se le llama a los grupos
internos de este partido, se mostró dispuesto ni siquiera a pensar que depurado
y reunificado, diríase regenerado, el PRD podría haberse convertido desde 2012
en una fuerza política capaz de ser y hacer contrapeso, por una parte a los poderes económicos fácticos y,
por la otra, contribuir a la suma de
fuerzas afines o correlación suficientemente eficaz para que, por las vías
institucionales, los órganos del estado - sin distingos de partido o rango - se
sacudieran a quienes siguen participando del abuso del poder y de la corrupción
en todas sus formas.
Habría sido
la segunda fuerza política organizada capaz de presionar con eficacia al
gobierno del Presidente Electo Enrique Peña Nieto y a sus propios gobernadores,
demandándoles que cumplieran a plenitud sus compromisos. Sus actuales
dirigentes dirán que de todos modos van a jugar ese papel e incluso
propositivo, cierto, sólo que ahora más divididos que antes de las elecciones.
Una resultante que quizá modifique su peso específico dentro de la correlación
política de fuerzas y por ende, el de las demás fuerzas que la integran.
Desgraciadamente
el hubiera no existe y nada de lo anotado ocurrió. En lugar de la salida lógica
y racional, triunfó la dignidad del caudillo, por un lado y el confort en “los
chuchos” por otro. Ambos dijeron no al esfuerzo orgánico, colectivo, racional y
democrático.
En el fondo esta
inclinación a separarse para formar otra agrupación lo que revela es la escasa
cultura de la tolerancia y de dialogo democrático entre la militancia de las diversas organizaciones
llamadas de izquierda. Para nadie hay tiempo de realizar cambios profundos. Si
la transformación de los partidos políticos no es tarea antes de ejercer el
poder, menos lo puede ser después, cuando les urge estar listos para la
siguiente contienda electoral.
Lo
lamentable es que este desdén hacia el dialogo y desahogo de discrepancias
produce y conduce a la suscripción de alianzas cupulares, frágiles y efímeras
y, finalmente, a reincidir en el ciclo de ruptura y nueva división, como si este
fuera destino y parte del ADN de la izquierda mexicana.
Los partidos políticos
practican el mimetismo ideológico,
dijo alguna vez el ex Gobernador de Veracruz Fernando Gutiérrez Barrios para
referirse a la semejanza en los objetivos que dicen perseguir. En cambio la práctica
política pone al descubierto el predominio del más puro pragmatismo, las
visiones cortoplacistas y las reformas de alcance sexenal. La ausencia de visión
de Estado y de Proyecto de Nación como referente de la concertación de acuerdos
fundamentales entre las fuerzas políticas no es problema de conocimiento sino
de disputa de la conducción de los procesos de transformación o sea de otros
intereses que nada tienen que ver con los de la Nación. Comentarios, romeo-gonzalez@hotmail.com
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