Son casi las 4 de la mañana y me despierto por hábito que tengo desde hace 70 años cuando el ruido de la vieja camioneta de don Lolo llegaba de su ranchito cargando en la batea los clásicos botes lecheros. Aunque fuera aún de madrugada, había que tirar el brinco de la cama y salir corriendo de casa para llegar casi al parejo a la casa de aquel vecino; solo así tenía la certidumbre de comprar un litro de leche “bronca” auténtica y sin agua de la llave que a esa hora don Lolo aplicaba a sus botes y le permitía casi duplicar el volumen de “leche” a vender. “Al que madruga Dios le ayuda” solía decir mi madre y como sentencia inapelable ese pensamiento marcó mi hábito madrugador.
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